Nací con la capacidad para tomar decisiones muy rápidamente. Nunca he sabido si eso era una faceta positiva o negativa, pero lo que sí es cierto es que me ha llevado a viajar por el mundo, conocer a muchísima gente (de todos los tipos) y haber tenido aventuras varias.
Todo comenzó cuando era una quinceañera, y mis profesores me hicieron la pregunta: “Bueno, Carlota, ¿qué piensas estudiar en la facultad?”, cuya respuesta inmediata fue “No tengo la menor idea”, la cual no era la más adecuada, entonces solté la primera cosa que me vino a la cabeza: “Arqueología”, dije, con convicción. Así que empecé a estudiar arqueología. Muy pronto descubrí que mientras era una carrera interesante, la idea de ser arqueóloga no me inspiraba. Entonces, y a pesar de los gritos de oprobio de mi familia, dejé la facultad con una sola idea: Encontrar mi “Misión” en la vida.
Afortunadamente no tardó mucho en presentarse la gran oportunidad – una invitación a una cata de vinos, la cual me abrió un mundo nuevo de historia, cultura, cocina y viajes…. Aquí descubrí que el hecho de saber perfectamente lo que quieres hacer es uno de los mejores regalos que te puede dar la vida. La obsesión sobre algo puede ser también una maldición, sobre todo por una chica de 19 años, sin experiencia, en medio de una importante crisis económica.
Después de unos cuantos meses trabajando de sol a sol y ganando muy poco dinero como encargada en un hotel provincial de Inglaterra, decidí de repente soltar amarras y viajar a Paris, donde trabajé como niñera para los Condes de la Rochefoucauld. Tengo que decir que tenía poca o ninguna experiencia con los niños y no tenía el instinto materno muy desarrollado, pero me parecía una buena manera de mejorar mi francés y así mis posibilidades de conseguir un trabajo en el mundo vinícola.
Volví de Paris seis meses más tarde sin haber mejorado mucho el nivel de francés – el encanto de la cuidad en primavera era demasiado como para quedarme encerrada en una clase de colegio. Sin más perspectivas, volví al mundo de la hostelería, dónde, por un capricho del destino, conocí una noche a unos de los miembros del consejo de mi antiguo colegio, quien me puso en contacto con uno de los mejores importadores de vino del país. Así tuve la suerte de trabajar con varios de los más grandes bodegueros del mundo, bebiendo a diario sus vinos exquisitos y aprendiendo de ellos de primera mano. Estaré siempre agradecida por esta experiencia única de la que me hicieron partícipe.
Con los años fui dándome cuenta de que antes o después tendría que echar a volar un día sóla. Me pasaba algo parecido a Buzz Aldrin, quien se puso a beber sabiendo que nunca iba a superar la sensación de pisar la luna, no sabía por dónde ir. Lo único que me inspiraba muchísimo en ese momento era la producción, y sobre todo, que llegara el día que tuviera mi bodega y poder elaborar mi propio vino.
Mi primera vendimia fue en Loira en 1992 con Noël Pinguet de Domaine Huet a Vouvray, la cual, se pareció a un cuento bíblico de revelación y de sufrimiento. Noël había estado trabajando con la agricultura biodinámica desde hace muchos años pero para mí era mi primera introducción a esta filosofía tan complicada. Por el día trabajaba en el viñedo con otros vendimiadores, pero por la noche, Noël me permitió estar con el en la bodega dónde podía ver con mis propios ojos como elaboraba el vino un maestro bodeguero. Nunca he aprendido tanto en tan solo dos semanas. Desgraciadamente, la vida no me había preparado físicamente para el trabajo del campo y después de tres días solo las pestañas no me dolían!
Ya con la mi “misión” en mente, hice vendimias en el Sudáfrica e Italia, renunciando a las vacaciones para seguir aprendiendo. Cuando por fin pude armarme de valor suficiente (y dinero ahorrado) para dejar el mundo de la importación, volví a Sudáfrica. Allí me encontré en un mundo vitivinícola más tecnológico, el cual no llegué a conocer en las viejas bodegas de Francia. Especialmente aprendí mucho sobre la química de la vinificación, pero muy poquito acerca de lo que pasa al principio del proceso de la creación del vino, es decir, en el viñedo.
Para remediar el problema volví a Europa, precisamente al Ródano, dónde, en 2002 encontré una casa en un pequeño pueblo de las estribaciones del Mont Ventoux. Tenía cierta confianza ahora en mis capacidades enológicas, pero sin la más menor idea de cómo podar una cepa, entonces me matriculé en un curso de viticultura y en los momentos libres ayudaba a mis amigos en sus viñas. Después hice otro curso de enología en francés y me puse a trabajar como viticultora y enóloga itinerante, todo con la única idea de poder tener algún día mi propia bodega en Francia.
La capacidad de tomar decisiones rápidamente suele conllevar la incapacidad de tomarlas de manera mesurada. En aquellos momentos me repetía continuamente a mi misma que no encontraba lo que estaba buscando, pero tampoco sabía exactamente que era aquello que buscaba. Empecé a trabajar con una empresa sueca con la que viajé a Rueda, buscando vino para el monopolio sueco. Sabiendo que iba a pasar por la puerta de mi amigo Didier Belondrade (con quien había trabajado años atrás en Inglaterra) le llamé y comimos juntos. Nunca imaginé que aquella reunión cambiaría tan radicalmente mi vida.
Mientras le exponía mi proyecto, Didier se puso a despotricar contra el sistema burocrático francés, el nivel abusivo de los impuestos y la dificultad general de montar un proyecto nuevo (todo lo que es más o menos cierto) y me aconsejó venir aquí a España. Nunca se me había ocurrido, pero me quedé con lo que me dijo sobre los Arribes del Duero y dos meses más tarde, al volver de Oporto, dejé la autovía hacia el norte y subí el rio Douro, cruzándolo aquí en Fermoselle. Me quedé pasmada por la belleza salvaje de la zona, los cañones profundos del Duero y del Tormes, las terrazas recubiertas de cepas viejas y olivos aún más viejos. En ese preciso momento, tomé otra de las decisiones más importantes de mi vida. Ocho meses más tarde, llegué con el coche y mis perros.
En solo dos meses tenía 12 hectáreas de viñedo, una preciosa bodega subterránea y unas ganas terribles de salir corriendo del pueblo y no volver nunca más. No estaba preparada para vivir en un pequeño pueblo de la España profunda y los primeros años no fueron nada fáciles.
Como dijo Darwin, los seres vivos no tienen otra opción más que irse adaptando al medio. Con el tiempo he sabido adaptarme a Fermoselle, dónde el día a día se parece a una mezcla de “Un año en Provenza” y “El bueno, el malo y el feo”. Tuve que despojarme de mi educación británica y decir a los que me molestaban de una manera contundente que me dejaran en paz.
Esto ha sido un pequeño resumen de cómo llegué a parar aquí. Ahora trato con los buenos, ignoro a los malos y sigo haciendo lo que más me gusta en la vida. Con el tiempo me he hecho un hueco aquí para mí y para mi hijo, y aunque nunca me gustará la tauromaquia, la oreja de cerdo o la costumbre que tienen los españoles de hacerte preguntas muy personales, por fin, en España, mi siento en casa.